-Nuestras carreteras tienen mil cruces; una va recta y la otra se aleja, pero no mucho… A los pocos metros cambia la dirección y vuelve. Cruza por encima, o por debajo, y se aleja por el otro costado, pero no mucho… Y cambia de dirección y vuelve, y se acerca y sigue recta, paralela a la otra, hasta que ésta, ahora, es la que cambia de dirección y se aleja, pero no mucho… Y así una y otra y otra y otra vez.- Ella le mira, divertida.

La terraza está en sombra, y no hace calor. En la mesa, esta vez no hay nada; en ese sitio se pueden permitir el lujo de ocupar una mesa sin pedir algo. Están cerca de la carretera, una de verdad en este caso, pero afortunadamente apenas tiene tráfico.

-Cierto. La duda es…- Suena su teléfono de nuevo. Lo mira y duda si contestar, pero se corta la llamada antes de decidirlo. Se queda pensativa.

-La duda es…- Empuja él.

-… Eso. La duda es… si alguna vez, esas dos carreteras llegarán al mismo punto final o terminarán sus kilómetros bailando sin tocarse una alrededor de la otra.- Alza las cejas.- Porque, no es por nada, pero esa es la pinta que tiene. Él asiente, echando de menos algo de beber, lo que sea.

Cruza el cielo una nube que ellos no ven pero oscurece el ambiente. Suena de nuevo el móvil y esta vez sí lo descuelga. Se levanta y cruza la puerta de cristal que estaba situada a su espalda. Fuera se queda él, sentado en esa silla de mimbre, mirando a tres gorriones que, descarados, le piden una comida que no tiene. Gira la vista hacia su antigua casa y sonríe, sintiendo que sí, que ese es uno de esos momentos en que esas dos carreteras se separan unos kilómetros…

La alfombra, frente al fuego; las llamas, ahora más suaves; la luz, poca y cerca de la chimenea; la ropa, mucha (invierno) y por todas partes. Una manta fina, verde, anciana ya, vieja guerrera de muchas batallas. Bajo ella, ellos; desnudos, piel contra piel, al calorcito agradable del cuerpo a cuerpo. Su mirada, sobre ella; la de ella, hacia la lumbre. Y dos sonrisas, una triste, la otra más.

– Es probable…- Ella se gira y lo mira a los ojos. Él continúa.- Es probable que sea nuestra última oportunidad, lo sabes, ¿no?

Ella asiente, y se vuelve hacia el fuego. Suspira.

-Sería imposible. No funcionaría.- Dice ella, encogiéndose de hombros.

Suena muy a lo lejos Comrades, de Antimatter, recién descubiertos por ambos, aunque el crepitar de la madera llega a esconder la música. Los dos saben que es verdad; demasiado diferentes para nada bueno. Tantos años mareando la perdiz los han hecho sabios: mucho en juego para ganar lo que ya tienen, aunque algo distinto.

-El otro día soñé que jugaba con un oso polar, enorme, que me acojonaba mucho.- Ella alza las cejas, sorprendida por el cambio.- Sí, tenía que atraparlo y devolverlo a su jaula, pero sólo podía hacerlo jugando con él. Y allí iba, muerto de miedo. Pero me tiraba encima de él, y terminábamos dando vueltas por el suelo.

-¿Y?- Pregunta ella.

-Pues nada, que me he despertado jugando con el oso.- Sonríe. Ella no.

-¿Ves?- Él no entiende.- Por esto no funcionaría.

-¿Por los cambios de rumbo en las conversaciones?

-No. Porque eres un soñador… Y ahora es un oso, pero cuando lo domes, será otra cosa…

Y, tras la ventana, la nieve… Copos densos, lentos, sin rumbo… Paraguas bajo las farolas… Frío… Vaho en los cristales… Invierno… Noche…

No la veía. Había llegado corriendo, para intentar robar segundos a la tarde, pero ella ya no estaba. En la terraza, en aquella tarde que probablemente era la última de un verano demasiado caluroso y tan largo que había llegado hasta la mitad de noviembre, no había ninguna cara conocida. Un «de nuevo tarde otra vez; lo normal con ella» cruzó mi mente, certero como un dardo en el centro de una diana. Pero no había mirado dentro del bar.

-Ey. Que estoy aquí.- Escuché su voz, porque la verdad es que seguía sin verla. Lo que sí veía era un libro, un botellín de agua medio lleno o medio vacío según el día y un café terminado sobre la mesa de madera exótica. Y detrás de todo aquello, ella, sentada, dolorosamente hermosa, como siempre.

-Uy. Si no te veía.- Se levantó y nos dimos un largo abrazo, el suyo cansado, cosa que ya me esperaba tras la conversación telefónica anterior.- ¿Qué tal? Hace mucho que no nos vemos.

-Oye, que nos vimos la semana pasada.

-Pues eso, mucho.- Sonreí. La veía mejor que nunca, aunque estuviera cansada. Aunque siempre la veía así, mejor que nunca.- Qué, ¿con ganas de mañana?

-No te creas. Me da miedo perder lo que tengo.- Asentí: también a mí me lo daba, pero por distinto motivo.

-Normal. Ahora estás muy bien. Pero seguro que el cambio es a mejor.- Dije, con dudas. Espero que no se notaran.

-No lo sé. No lo tengo tan claro…

Fuera el viento comenzaba a jugar con las hojas que agonizaban en el suelo, las levantaba, las lanzaba contra la gente que se encogía dentro de sus desentrenadas chaquetas, y después de barajarlas un poco las dejaba más o menos en los mismos lugares; las nubes llegaban con prisa oscureciendo la tarde: tenía toda la pinta de ser la antesala de un duro invierno.

-Hoy es el cumpleaños de Ana.-Sonreí, sabía que le picaba con eso.

-Ana, Ana, siempre Ana…- Se hacía la enfurruñada, un juego que tenía ya unos años.- Tu Anita.

-Que no, que me he acordado porque me lo ha chivado Facebook.- Le enseñé el móvil. Se veía el nombre de Ana, y después los próximos cumpleaños, el primero de ellos el suyo.

-Ya veo. La lista de tus chicas.- Dijo, cínicamente.

-Sabes que no. Además, sabes que la más importante es la primera de la lista de los próximos cumpleaños.

-Ya. Seguro. Se lo dirás a todas.- Me miró a los ojos. Sonreí, divertido. Cambió de tema- Se está haciendo tarde y… ¿Me acompañas a comprar café?

-¿A mi tienda?- Pregunté.

-A nuestra tienda.

-Vale. Nuestra tienda.

Y por una vez en nuestra vida, los dos tomamos la misma dirección durante un rato…

-¿Tienes prisa?

-Ninguna.- Respondo.

-Pues si te apetece, espérame un minuto y salimos juntos.

-Claro.- Asiento.- Me saco un café y te espero mientras.

-Perfecto.

Saco una moneda de un euro del bolsillo y la introduzco en la ranura de la máquina nueva que acaban de poner. Elijo cualquier cosa y recojo el cambio; prefería el café de la anterior, pero también eran bastante malos, algo justo para calentar la tripa y poco más. Un chocolate con leche sin azúcar… Bueno, sin azúcar es un decir…

-¿Quieres algo?- Le grito desde la puerta.

-No gracias. Estoy ya.- Me llega amortiguada su voz desde el vestuario.

Me acabo el brebaje de un trago y echo el vaso de cartón al orgánico y el palito al plástico, me pongo la mochila y salgo a su encuentro. Cruzamos el pasillo lleno de ruidos hacia la puerta de entrada y salimos a la calle. Un día precioso, aunque ninguno de los dos lo vemos al principio… Somos, como casi todo el mundo hoy en día, esclavos del móvil, y tenemos unos cuantos whatsapps esperando respuesta.

– Oye, ¿nos sentamos un rato en el Náutico?- Me pregunta, con una sonrisa.

-Perfecto.

Caminamos charlando de cosas que seguro no nos hacen ningún bien a ninguno de los dos, pero que son las que nos han unido; deberíamos estar hablando de música, cine, viajes, libros… De ese montón de cosas que tenemos en común cada uno a nuestro modo pero de las que nunca, o rara vez, hablamos.

Llegamos al recientemente reformado embarcadero de madera y nos sentamos, con la espalda contra la piedra del muro que lo separa del puerto. Nos quedamos en silencio, contemplando las vistas: curioso que, pese a verlas prácticamente todos los días desde hace casi veinticinco años uno no se canse de las dos playas y de la isla que las corona.

-Tengo unos pistachos. ¿Te apetecen?

-No sé… Luego igual no como…- Se lo piensa.- Vale.

Ahí estamos, atacando los dos a los pistachos, sin decir gran cosa… La miro y sonrío…

-Volví a soñar contigo.- Se gira hacia mi y me mira con un toque de ironía.

-Mucho sueñas tú conmigo últimamente…

-Ya, chica, no sé… No te pienses nada raro, pero…- Se ríe.

-Tranquilo, ya sé.

-Es que es irme a dormir, cerrar los ojos y… bingo… Ni queriendo, vamos.

– Ya.- Me vuelve a mirar.- ¿Se puede contar?

-Claro, siempre se puede contar… Otra cosa es que deba…

Más tarde ya en el autobús, mientras suena en mis cascos esa maravilla titulada Lotus, de Soën, me pregunto el porqué; porqué a veces soñamos tanto con alguien, y sonrío… Muchas preguntas me hago y rara vez respondo alguna…

Y como en tantos otros, la lluvia constante, fina pero densa, fría. Camina despacio por las calles mojadas que llevan de su portal a la cafetería de siempre, a unos doscientos metros. A esa temprana hora tan solo están los servicios de limpieza y un par de transeúntes madrugadores; a lo lejos se escuchan los pasos rápidos de algún corredor pisando los charcos, frecuentes en la Ciudad Dormida.

La mujer de la cafetería le saluda, como todos los días. Él devuelve el saludo y se sienta en la silla que prácticamente lleva su nombre, cerca de la puerta, pero dándole la espalda. Sin que lo pida llega su café a la mesa, sólo, sin azúcar. Hoy no le acompaña nadie; así lo ha querido, en su último día. Se siente bien, aunque un poco intranquilo: a partir de hoy, dentro de unas horas, su vida de los últimos veinticinco años cambiará para siempre. Asiente y se levanta despacio. Empuja la puerta y se asoma. Sigue lloviendo, aunque menos. Abre el paraguas y sale a la calle.

Las gaviotas juegan con los restos que han sacado de una papelera; un grupo de corredores pasa cerca, cambiando la trayectoria lo justo para no chocarse; se cruza con una mujer que pasea su perro; saluda al operario que, concentrado, pasa la barredora… Cruza por delante de la iglesia y gira la mirada a la izquierda, al barco que ya no es suyo y sonríe… Unos cuantos años juntos, navegando, pescando, llevando a gente a bucear… En este caso es distinto: el último de esos días pasó ya hace un tiempo.

Y al final del camino, ya sin lluvia, la pesada puerta de innecesaria madera. Y su timbre. Lo mira y lo pulsa, por última vez. Se abre la puerta y saluda. Ya sabe lo que toca: bromas sobre su jubilación, sobre cursos de macramé, apoyarse en vallas para mirar obras, quejarse de la juventud… Lo normal que ocurra el último día.

Cuando horas más tarde cruza esa misma puerta en sentido contrario se va con un sentimiento extraño, indefinido. Y detrás quedan unas cuantas personas que lo aprecian de verdad y le agradecen todo lo enseñado durante estos años.

Muchas gracias por todo, J. G.

Todavía no ha salido el sol… Bueno, al menos hoy no lo veremos; la lluvia cae con fuerza en esta Ciudad Dormida que nos cobija con cariño, aunque sólo a nosotros dos, tú en una punta y yo en la otra. Camino despacio bajo mi enorme paraguas, sintiendo el salpicar de la lluvia en las pantorrillas desnudas; todavía se siente un poco del calor de este verano excesivo y cargante: voy en pantalón corto, probablemente una de las últimas veces de este año triste, aunque menos que el anterior. Llevo casi una hora larga, casi el tiempo que separa mi extremo del tuyo.

Hace días que no sé nada de ti, viajera indomable. Me encantan las tardes contigo a mi lado, charlando de todo y de nada, con esa capacidad de sorprenderme todavía, aunque parezca que han pasado mil años desde que nos empezamos a conocer… Mil años tan cerca y a la vez tan lejos… Siempre en momentos distintos de la vida… Tengo tanto que aprender de ti todavía… En mi mochila vibra el móvil y el reloj me avisa de que ha entrado un Whatsapp tuyo. Saco el teléfono y leo:

-Hoy no podrá ser. Se me han complicado las cosas. Lo siento.

Levanto la vista. Hay luz en tu cocina. Me encojo de hombros y asiento.

-Vale, no pasa nada. Otra vez será. Que te diviertas.

-¿No te importa?

-No. Además, todavía estoy lejos. No te preocupes, doy la vuelta. Un beso.

-Otro para ti.

Todavía estoy lejos. Siempre estoy lejos. La luz de una farola alumbra las gotas de lluvia sobre mi paraguas, alargando mi sombra en dirección contraria a la que me gustaría tomar. Dejo la bolsa de papel con cruasanes mojándose sobre una papelera y doy la vuelta, encogido.

Mil años tan cerca, sí, pero también tan lejos…

-Si volvieras atrás… ¿Harías lo mismo?

-¿Con lo que ya sé?

-Bueno, no sé… Eso igual es hacer trampas.- Saca la mano de la bolsa; el color de los dedos señala el pecado: risketos. A ninguno de los dos le convienen, pero allí están, en uno de los muros de piedra que vigilan desde lo alto la Ciudad Dormida, sentados, esperando la lluvia que hoy viene del Este.- ¿Quieres?

-Trae.- Le quita la bolsa, mete la zarpa y coge un buen puñado; se la devuelve bastante reducida: es lo que tiene tener manos grandes. Se come un puñado de golpe. Mastica y dice:- prgbwblmmmntm.- El otro le mira y sonríe: los carrillos inflados y los labios naranjas. Como dos adolescentes.- Probablemente.- Repite, ahora más claro.

-Aunque eso signifique que…

-Sí. Lo tengo claro. Es mejor así. Coño, está buena esta mierda.- Suelta una carcajada.- Ya ni me acordaba.

-Ya. Pero tú eras más de fritos.- Dice el otro convencido, como cada vez que sale el tema.

-Sabes que no. Lo mío era esto…

Cerca una pareja juega a hacer equilibrios sobre uno de los viejos cañones. Un grupo de gaviotas revuelven el contenido de una papelera, mientras un par de palomas las observa a una distancia prudente, sin valor para acercarse.

– Sí. Lo mismo. O al menos muy parecido…

-Salgo mañana. En principio una semana y luego volvemos.

-¿Los tres?- Pregunto.

-Sí. Él también.- Bajo la cabeza; la batalla perdida otra vez. Toca aceptarlo de nuevo, como en anteriores capítulos de nuestra historia. Si alguna vez hubo una oportunidad, ésta se desdibuja como las nubes en un cielo de verano.

-Bueno… Supongo que es lo que hay. ¿Quieres más ensalada?

-No. Prefiero ese arroz con champis y pollo que dices que has preparado.

Me levanto, retiro la ensalada y camino hacia la entrada a la cocina. Cruzo la puerta, dejo la bandeja al lado del fregadero, apoyo las manos en la encimera, respiro profundamente y bajo la mirada. Niego levemente, vuelvo a respirar, enderezo la espalda, cojo la olla y vuelvo a salir al jardín. Me fijo en sus pies descalzos jugueteando distraídos con la hierba; sus sandalias blancas perfectamente colocadas a su derecha… El viento al pasar le revuelve el cabello ondulado antes de ir a hacerlo con las ramas… Ella no puede verme, ya que vengo por la espalda… Bajo el ritmo, para alargar el momento un poco más… Pero al final sólo son tres metros y no se puede estirar eso eternamente. Dejo el arroz sobre la mesa. Le sirvo un poco.

-Espero que te guste.

-Seguro que sí.- Me mira a los ojos. Duele.- Eres un buen cocinero.

-Si te escuchase mi familia se oirían las risas a kilómetros.- Sonríe sin apartar la mirada.

Me siento a su lado y comemos en silencio. Al terminar me levanto y recojo todo. Cuando vuelvo está tumbada en una de las dos toallas que hay colocadas al lado de la piscina. Me siento en la de al lado. Se incorpora y me pasa una mano por la cintura, apoyando la cabeza en mi hombro. Suspira.

-¿Me echarás de menos?- Pregunta, en voz baja.

-Siempre.- Digo. «Y más aún cuando vuelvas», pienso.

Sobre la mesa vacía un grupo de gorriones juegan a futbol con unas migas…

He escrito el título, Rubik, porque una idea fugaz ha cruzado mi mente. Pero ha sido tan fugaz que apenas ha dejado rastro. Pensaba que todos nos componemos de un montón de cubos de colores que intentamos mantener ordenados, pero pocos lo consiguen; unos hacen justo una cara, que es la que enseñan, aunque las otras cinco sean un auténtico desastre… Algunos tienen varias… Pero, lo dicho, poca gente tiene las seis.

Y ¿A qué viene esta tontería? Buena pregunta. No tengo ni idea. Supongo que el covid me está revolviendo alguna de esas caras. He puesto un poco de la música que utilizaba para escribir cuando lo hacía y he intentado que de mis dedos salgan palabras, como fluían antes. Pero no. No es lo mismo. Hace mucho que no es lo mismo. Y aunque la música me siga transmitiendo lo mismo que entonces, yo no me siento igual.

Mi nivel de concentración entonces era tal que ni escuchaba la música: similar a cuando nos estamos quedando dormidos y el mundo se va alejando. Me gustaba imaginar mis dedos sobre el teclado como los dedos de un pianista creando esa magia capaz de ponerte la piel de gallina, de hacerte esbozar una sonrisa, de hacerte pensar «qué pedazo de cabrón» y matarte de envidia… Ahora mis dedos ya no corren, las palabras no brotan, no florecen, los textos no brillan… Suena el móvil.

-Egunon… ¿Me haces luego una visita?.- Hace una pausa.- Cuando salgas del trabajo.

-No puedo. Estoy con Covid. No tengo muy mal cuerpo, pero no me gustaría contagiarte.

-Jooooo….

-Ya. Tenía muchas ganas de verte… Además te vas enseguida.

-Por eso. ¿Y a distancia?.- Sonrío. A distancia….

-A distancia no es lo mismo…- Intuyo que asiente al otro lado.

-No es lo mismo, no… Ya hemos estado a distancia muchos años… Cuídate y a ver si podemos vernos antes de que me vaya.

-Claro.- Colgamos.

Muchos años a distancia, sí, casi desde que nos conocemos. En nuestro cubo de Rubik sólo los centros están bien puestos…

– Adivina

-Has soñado conmigo.- Me dice, nada sorprendida, jugando con la cucharilla en su café sin azúcar.

-Efectivamente.- Intento inútilmente crear una cierta tensión alargando el silencio, pero siento que hoy no funciona. De fondo, en mi lado del teléfono suena la banda sonora de Her, de los Arcade Fire, a los que no soporto generalmente; éste, sin embargo, me parece un buen disco.

-Perdona, pero hoy no tengo el día… Igual mejor me lo cuentas la siguiente vez que estemos.- Acepto la derrota.

-Vale. Te llamo otro día o… ¿Quieres que pase y te haga una visita?

– Te aviso yo, que ando con mucho lío. Cuídate.

-Y tú.- Cuelga.

Me quedo mirando mi teléfono, con la pantalla aún encendida. La música, triste, atraviesa mi piel y me impregna con su esencia, melancólica y espesa, haciendo que cada paso me cueste un mundo en unos interminables dos metros hasta la ventana. Detrás del cristal la lluvia golpea con furia la Ciudad Dormida; el invierno tenía prisa por venir en esta ocasión. No son ni las cuatro de la tarde y parece que ha anochecido. Y el frío también ha llegado, también intenso.

Suena el piano lento, con pocas notas, casi desnudo. Me entran ganas de acompañarlo, pero los siete metros y dos puertas que me separan de él me parecen una distancia insalvable en estos momentos; sólo quiero sentir la nostalgia de sus notas, que representan como pocas la historia de un amor imposible entre lo intangible y lo humano. Sonrío, aceptando la derrota de nuevo, aunque ésta más definitiva. Me quito las gafas, las limpio y me las vuelvo a poner, pero los cristales siguen empañados…

Hace mucho frío ahí fuera…